jueves, 24 de mayo de 2007


La vestimenta se utiliza para censurar igual que para acentuar el cuerpo humano, favorece las relaciones objetales. Pero mi cuerpo es hermoso, lo voy sabiendo un poco más cada día

Alejandro Guerra Aguiler
El Universal Ciudad de México
Miércoles 23 de mayo de 2007

Las primeras palabras de mi vivencia, —que para mí hoy día es La Vivencia— fueron: “Reveladora, Poderosa, Transformadora, Integradora, Confirmadora…”. En la mañana del lunes 07, los periódicos capitalinos destacaban la mayor concentración de personas participantes en los desnudos masivos de Spencer Tunick. Al leer la nota, lloré emocionado. La cifra va de 18 a 20 mil personas. “Yo estuve allí, yo participé, viví el estar desnudo junto a otras y otros miles…”
Mi epifanía es que la ropa me oculta o me revela, es mi carga rólica genérica cotidiana. Me visto como estudiante, como terapeuta, como cliente, como empleado o como deportista. Uso mi ropa como máscara, me doy cuenta de ello. Consciente o inconscientemente, me visto para manipular. La vestimenta se utiliza para censurar igual que para acentuar el cuerpo humano, favorece las relaciones objetales. Pero mi cuerpo es hermoso, lo voy sabiendo un poco más cada día. Mi cuerpo: yo mismo, ejemplo de la vida que vivo y he vivido.
En el Zócalo de La Ciudad de México, me desnudé por completo. Atrás dejé mis llaves, identificaciones, credenciales y tarjetas de crédito: simples plásticos. Abandoné mi ropa, mi teléfono celular –avatar posmoderno- y mis prejuicios. Desnudo yo: de pie, acostado o en posición fetal, junto con miles de otras y otros, solo fui una persona. De igual a igual traté, tratamos todas y todos. Con absoluto respeto. Con calidez. Miré y observé aceptante. Nadie se burló de nadie. Aplaudimos. Porras a la UNAM nuestra universidad, La Universidad de este continente. Gritamos. Guardamos silencio también. Fui y fuimos pura presencia en la mañana del sexto día de Mayo de 2007.
A mi izquierda –el lado afectivo, según la Programación Neuro Lingüística- había una amorosa pareja gay masculina. Nadie los señaló, no había nada qué esconder, nada que evitar, ¿el amor se debe esconder?, ¿pesa más un culto a la violencia, al abuso, a la incongruencia que una simple existencia desnuda?
Me confundí con muchos miles de otras y otros en la sede de tres poderes de mi País: La Iglesia Católica, el Palacio Nacional y el Edificio del Gobierno del Distrito Federal, nuestro pequeño Territorio Santo, como el Jerusalén santo para el Judaísmo, Cristianismo e Islamismo y su zona de conflicto. Y en esa confluencia multitudinaria, varias fueron las consignas que gritamos en distintos momentos: “¡Ahora sí Norberto, vas a ver, vas a ver!”, "¡Aborto sí! ¡Aborto sí! ¡Aborto sí!", “¡Voto por voto, casilla por casilla!”, “¡No al aborto!”, “¡Pinche gobierno de mierda, entreguista!”, “¡México, México, ra, ra, ra!”, “¡Hombres fuera, hombres fuera!”
Me resultó cómodo y familiar desnudarme. Le temía más al frío que a exponerme. En la primera posición —de pie— pude percatarme de que entre las casi doscientas personas que estaban más cerca de mi campo visual y semántico, sólo dos hombres tenían una erección. Mi contacto en ésa confluencia desnuda no fue de excitación, sino de seguridad y confort. Al cambiar a la segunda posición —acostado boca arriba—, hacia el hasta bandera solitaria y solidariamente desnuda, me sumergí en una realidad azul. Apenas rompía la mañana y yo de cara a un cielo limpio, y de espalda a un suelo frío. Al cambiar a la tercera posición —la fetal, la más difícil— me doblé lo más que pude para convertirme en un pequeño ovillo humano.
Mujeres de todas. Delgadas y gordas. Jóvenes y de edad avanzada. De grandes pechos o exiguos. De abundante vello púbico y no tanto. Con tatuaje y sin él. Algunas con estrías y otras no. Con cabello pintado o no. Altas y diminutas. Una mujer embarazada me maravilló y naturalmente me dejé sorprender al ver a la mujer que en ése momento comenzó a menstruar.
Hombres de todos: flacos correosos y gruesos panzones. Pelones, melenudos y no. Morenos y altísimos. Con aretes y no. Piercing en pezones. Inclusive un minusválido en su silla de ruedas.
Casi al final a los hombres nos separaron de las mujeres, se nos agradeció nuestra participación e indicó que ya podríamos vestirnos. Me pareció una desición sumamente desafortunada, ahora nosotros con ropa y ellas desarropadas. Algunos hombres vestidos, corrían a llevarles ropas a ellas todavía desnudas. Otras iban esquivando a tanto varón vestido y a ellas les aplaudí: no había razón de causarles pena y vergüenza inútilmente.
Regresé completamente fatigado, extenuado a mi casa. Todo yo me dolía, como si hubiera corrido o nadado hasta el cansancio. No solo fue la desvelada ni fresco de la mañana: fue el peso de una vivencia intensísima e inenarrable.
Ya no me veo igual a mí mismo. Tampoco veo igual a las otras y otros con quienes convivo —en diferente magnitud— día con día. Este ver a otra, a otro, desde el centro mismo de la desnudez persona a persona, lo he logrado en contadas situaciones cuando me pongo mis lentes de terapeuta y así veo a la persona que acude a mí, en busca de apoyo.
Hoy anhelo un contacto desnudo —quizás lo más cercano a la relación yo-tú Buberiana— donde no importe lo que tengo o lo que carezca. Donde el estar respetuoso, aceptante, cálido y amoroso sea la Relación. Atrás mis prejuicios, etiquetas, títulos y datos. Atrás mi ropa de presunto “civilizado”. Adelante sólo las personas.

No hay comentarios.: